Dicen que una parte del techo de un Bingo se desmoronó e hirió a cuatro personas pero el resto de los apostadores siguió jugando como si nada. Por lo menos, hasta que llegó la órden de clausura.
La droga se inventó para juzgar el límite ético de los ciudadanos. Y empieza a tener sentido el neologismo de que "nadie resiste un archivo" por somos todos unos hipócritas.
Pasa en un bingo, pasa en el fútbol, pasa en la vida. Es decir, se vive como se juega. El juego es tan constitutivo de nuestra sociedad como maestro de clandestinidad. En el juego entra la sospecha, el azar, la banca en el papel del poder, uno en el papel del punto, está el jugador noble, el valiente, el conservador.
Un universo del que podría decirse que el más religioso prefiere los juegos en que el azar se presenta con mayor preponderancia y los más amigos de la ciencia estudian, por ejemplo, caballos o Davidenkos, pero que en la clandestinidad sobrevivió por algo más que los códigos monetarios a favor de los policías de barrio, a diferencia del sentido que lleva el cánon actual tan partidario de la vigilantería, de permitírseme.
Nada -digo para hacerme el joven-, pero ¿por qué no pensar la imagen de cada uno de los apostadores que siguió pintando casilleros mientras cuatro hacían línea con un hilo rojo, como una de las caras que forman la imagen del holograma que, si lo movés, te muestra una imagen de corrupción en el Congreso, por decir.
Por otro lado, cada uno de los fervientes apostadoras podría ser el resultado de la enseñanza, en el sentido de una reproducción cultural que atrtaviesa a todos, que la experiencia de un Congreso indefendible entrecruza con la de una realidad inhóspita. La desesperación por no interrumpir la ración, o el bálsamo para una realidad pérfida, da lo mismo.
A veces, es mejor no interferir en el azar y hay que seguir jugando. O hay que decidir perder, que quizás sea más ético y la televisión no lo diga.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario